2 noviembre, 2011
Viajar al Círculo Polar Ártico noruego, en pleno invierno, es una experiencia de belleza extrema.
Laponia es un vasto territorio del norte de Europa, del tamaño de Suiza, que comparten Suecia, Noruega, Rusia y Finlandia, aunque algunos la asocian con este último país, por ser donde reside Papa Noel. La gran mayoría de los lapones (ellos prefieren su nombre tradicional, sami), viven en la región noruega de Finnmark, donde se encuentra su propio parlamento, en Karasjok. Durante los largos meses de invierno, podemos disfrutar en estos parajes de la pesca del cangrejo real, dormir en un hotel de hielo, viajar en trineos de perros ó motos de nieve, y si la suerte acompaña, ver las esquivas auroras boreales.
Comenzamos la aventura en Tromsø, la mayor ciudad septentrional de Escandinavia (66.000 habitantes), conocida como la “Paris del Norte”, por su hermosa ubicación en una isla rodeada de altivas montañas. En esta ciudad, la caza de focas y osos polares, y la pesca del bacalao, tan abundante por las cálidas corrientes del golfo, ha dado paso en la actualidad a un dinámico centro de negocios y turismo. Un imponente puente comunica el centro histórico de Tromsø, de coquetas casas de madera, con el continente, donde encontramos su monumento más emblemático, la catedral Ártica.
Muy cerca de Tromsø, a una media hora de viaje, se encuentra la isla de las Ballenas, y nada más llegar a Villmarkssenter escuchamos los aullidos de 300 perros, huskys de Alaska, impacientes por tirar de los trineos. Una excursión por los parajes nevados de esta isla bien merece la pena, aunque los más aventureros pueden realizar expediciones de hasta cinco días. Montados en trineos de diez perros, rememoramos la gesta del explorador noruego Roald Amundsen, el primero que pisó el Polo Sur, utilizando solo este sistema de transporte.
La mejor forma de recorrer la agreste costa noruega de Laponia es en el barco-correo Hurtigruten, el célebre “Expreso del Litoral”, que inauguró el arrojado capitán Richard With en 1893. Nos embarcamos en Tromsø, y durante dos días navegaremos por las aguas del Océano Polar Ártico hasta llegar a Kirkenes, en el mar de Barents, muy cerca de la frontera rusa. El barco va parando en las distintas poblaciones costeras, donde descienden algunos pasajeros y suben otros; por la mañana vislumbramos las casas de colores de Honningsvåg, capital de la isla, de donde partimos a visitar Cabo Norte.
Los autocares de los viajeros se agrupar para seguir los pasos de una potente máquina quitanieves, y evitar las nefastas consecuencias en caso de ser sorprendidos por una tormenta ártica. Recorremos los 35 kilómetros de parajes solitarios hasta Cabo Norte, el extremo más septentrional de la Europa continental (latitud N. 71º 10’ 21’’), donde nos recibe una fuerte ventisca, que convierte la bola del mundo en una imagen surrealista. Las vistas de los fiordos son impresionantes, pero nos refugiamos en el centro de visitantes, donde hay una capilla subterránea, y un cine de tres pantallas, donde vemos una emocionante película de Cabo Norte, filmada durante más de un año, con fondo musical de canciones samis.
De regreso a Honningsvåg, disponemos del tiempo justo, antes de que el barco leve anclas, para saludar al español José Mijares, explorador polar, que ha creado junto a su mujer un original bar de hielo, donde tomar una copa en vasos helados. Antes de llegar a Kirkenes, unos pescadores suben a bordo unos enormes cangrejos reales, todavía vivos, que acaban de atrapar en sus redes, y que pueden llegar a pesar 5 kilos y medir hasta un metro entre sus pinzas. Degustamos esa noche en el barco su deliciosa carne, similar a la de un buey de mar, y el caviar ártico: las crujientes huevas de las hembras.
Desde Kirkenes volamos a Alta, despegando de una pista completamente helada. Alta es una ciudad moderna, y una de las principales del Círculo Polar Ártico, donde tradicionalmente se intercambiaba carne de reno y pieles traídas desde las montañas, por pescado desecados del mar, verduras, café y azúcar, todas estas mercancías trasportadas desde el sur.
Nos dirigimos al campamento Boazo Sami Siida, a convivir con los sami, una de las escasas tribus aborígenes de Europa que no ha sucumbido a la uniformidad, aunque la mayoría ya no son nómadas. Nos muestra sus trineos de renos, sus coloridas ropas ancestrales, y su original artesanía de joyas de plata. Luego, dentro de la cabaña, donde crepita el fuego, probamos un suculento estofado de reno con verduras, y con el café nos regalan las historias de trashumancia de los rebaños de renos, (su tesoro más preciado), y entonan sus cantos espirituales, los joik, que recuerdan a los de los indios americanos.
En Alta nos alojamos en un hotel de hielo, tras disfrutar del jacuzzi al aire libre y una cálida sauna. Es una experiencia única e inolvidable pernoctar en un hotel así construido, pero que nadie se asuste: la recepción y el restaurante se ubican en una sólida construcción de madera, donde se desarrolla la vida social.
El Sonrrisniva Igloo Hotel (Alta), el hotel de hielo mas grande de Noruega y el más septentrional de Europa, se construye todos los años (desde el 2000), y durante seis semanas una docena de trabajadores ensamblan los bloques de hielos, para realizar sus originales esculturas, el bar, y la capilla, donde cada año vienen a casarse algunas las parejas. En este hotel, abierto solo entre los meses de enero y abril, cuenta se puede disfrutar de una buena cena en el restaurante Laksestua (les recomendamos los platos de reno, y de salmón). Y cuando llegue el momento de ir a la habitación, no tema por los -7º C de temperatura, pues las pieles de reno y los sacos polares no le dejará sentir frio.
Nos invitan a realizar una excursión en motos de nieve por los bosques de Alta, y como niños con juguetes nuevos, volamos entre parajes de ensueño. Pero el bosque es también para caminarlo con raquetas de nieve, sintiendo el crujir de los copos vírgenes, y luego, sentados junto al fuego, expandir nuestros pulmones con el aire vivificador.
La noche es muy fría y despejada, perfecta para observar las auroras boreales, que cual divas danzarinas iluminan el cielo con sus destellos color esmeralda. Pero no siempre esta esquiva dama muestra sus encantos, aunque la espera bien merece la pena en estos parajes helados de belleza extrema.
Texto y fotografías: Jesús Bernad